viernes, 31 de mayo de 2013

UN NEGRO SÍ APLAUDIÓ O LA EXTRAÑA SONRISA DE LETIZIA

Tampoco pueden quejarse los Príncipes. En otros tiempos los anarquistas lanzaban bombas a los palcos del Liceo y hoy la cosa se reduce a un simpático abucheo aminorado por los entusiastas aplausos de Xavier Trías, que se queda en seguida con cara de alemán en el Rick's Cafe de Casablanca cuando la parroquia se arranca por La Marsellesa y ahoga el über alles apenas insinuado en cuatro notas borrachas. O sea que tampoco es para tanto, resulta de lo más saludable y que vaya aprendiendo nuestra real pareja porque la gente, en general, está a la que salta y de saque abuchea a todo mandatario que se ponga a tiro.
Lo que recomiendo a Letizia, querida ex compañera de redacción, es que no sonría de ese modo tan raro. Desde que es princesa ha sido incapaz de sonreir con la convicción necesaria y se le ha ido esculpiendo en el rostro un ríctus que delata una especie de incomodidad permanente.
Para consuelo de don Felipe y su señora hemos de reseñar que, a la puerta del Liceo, había un negro aplaudiendo. O sea que no todo fueron desdenes.
Además que en cuanto se les pone un niño enfrente a los príncipes o al propio Rey o a la Reina surgen cosas bonitas. ¿O existe algo más precioso que ese concurso anual (tan destacado siempre en los informativos de televisión) en el que un escolar de corta edad dibuja al Rey navegando, esquiando o cazando y con la bandera de España y la Constitución en la mochila?
Quiero decir que la Monarquía todavía tiene sus defensores: niños pequeños, Ramón Pérez Maura y Lucio, el de los huevos.
Seamos serios, no obstante. ¿Qué significa que a los príncipes se les abuchee en el Liceo de Barcelona? Pues que la III República está a punto de caramelo. Bueno, no tanto. Pero sí que existe un hartazgo incontenible hacia todas las instituciones que sostienen este régimen emanado de los días de la Santa Transición: los dos partidos principales, el Rey, una judicatura fluctuante entre la sumisión a los intereses de la clase dominante y arranques de insurgencia justiciera. En fin.
Aunque también pudiera ser que los abucheadores fueran catalanistas partidarios de la secesión. Con lo que estaríamos en lo mismo dado que la secesión no es sino el hartazgo de un sistema autonómico que tampoco sacia.
Queremos épica, aventura, revolución. Anhelamos algo que nos salve de esta mediocridad que es habernos convertido (de nuevo) en un país anulado, de rodillas ante Bruselas y Berlín, exportando limpiaplatos a todas las regiones de Europa, mendigando por las esquinas.
Queremos ponernos en pie y, sobre todo, despreciamos a una clase dominante que exhibe sus galas frente a los harapos de una  mayoría que vive de la pensión del abuelo y tiene al niño de 38 años comiendo en la cocina a la espera de que le salga una oferta de community manager.
¿No quería Letizia parecerse a Rania de Jordania? Pues ya se parece. Sus ademanes altivos y sus zapatos de tacón provocan el asco de quienes comen pipas en chándal en las barriadas, sin trabajo y sin ganas de ná. Su pueblo ya la aborrece igual que los jordanos escupen al paso de su reina.
O tampoco tanto. No exageremos. Porque, además, no eran mendigos desdentados los que ocupaban los asientos del Liceo desde donde se abucheó. Tal vez lo hicieron por meras ganas de juerga, factor que se suele subestimar a la hora de realizar el análisis concreto de la realidad concreta. Las ganas de cachondeo han prendido la mecha de muchas grandes algaradas y si no, que se lo digan a Danny El Rojo, que básicamente montó el mayo del 68 para follar un poco más.
En todo caso,  relativicemos, reitero, no son bombas, es un abucheo simpático, casi reparador. Y, además, en la puerta había un negro aplaudiendo. Aunque ahora que vuelvo a ver las imágenes resulta que no. Que el negro no aplaude. Sólo mira.
Me temo que el asunto es peor de lo que yo pensaba.

jueves, 30 de mayo de 2013

PAPÁ, NO ME CUENTES OTRA VEZ

El mantra del pacto necesario es el último cartucho que queda a los burócratas de la Santa Transición para mantenerse a salvo. Rubalcaba, a la mínima oportunidad, ofrece pacto, diálogo, consenso, cariño y amor. Pero en la batalla ideológica que se está librando ahora mismo no parece que lo más adecuado sea que la derecha y la presunta izquierda se regalen mimos ante la estupefacta ciudadanía . O sí en caso de que Rubalcaba pretenda liquidar definitivamente su propio partido, en caída libre según las encuestas y atenazado por una tibieza desconcertante cuando más de seis millones de españoles penan en las calderas de Pedro Botero del desempleo. Por si faltaba poco, ahora Felipe González reaparece en escena y se va a La Moncloa a compartir habano con el presidente Rajoy y suenan las trompetas del pacto, el necesario pacto, el sacrosanto pacto que salvará España. La obsesión por el pacto es genuinamente hispánica y genuinamente propia de la Cultura de la Transición. En Gran Bretaña o Francia no se entiende (salvo en caso de enorme excepcionalidad) que derecha e izquierda se unan amorosamente. En Alemania sí, pero es que en Alemania resulta totalmente exagerado denominar izquierda al SPD o a Los Verdes y existe una especie de ideología nacional transversal que consiste en defender con uñas y dientes sus propios intereses como país frente a una Europa doblegada.
El caso es que cada vez que oigo la palabra pacto me dan ganas de echar la mano a la pistola. Porque me suena a puro tocomocho de unos partidos que han perdido definitivamente la conexión con la realidad social. El PSOE, si quiere recuperar a un electorado sumido en la depresión, tendrá que renovarse de verdad y retomar un discurso realmente socialdemócrata. Y quitarse de encima a tanto pactista infiltrado que una y otra vez (en un bucle melancólico) vuelve a la Transición como modelo de perfección. La Transición se hizo (como se pudo), se acabó hace mucho y, desde luego, hoy por hoy no puede servir de referencia para nada.
Decía precisamente Felipe que el poder se ejerce generacionalmente. Así es. Toca a las generaciones que se amontonan ante el tapón de quienes hicieron la Santa Transición apear a sus mayores de la poltrona. Ahí está Madina y Alberto Garzón y otros para dar la batalla. Los cuentos del abuelo se han quedado definitivamente viejos y el lenguaje con el que se habla en el Congreso huele a naftalina.
Así que a ver si, más temprano que tarde, nos toca lanzarnos al asalto al poder. Porque lo de las asambleas en las plazuelas y las bicicletas y los huertos urbanos está muy bien pero, como dijo el tatarabuelo Lenin, "salvo el poder todo es ilusión" y aparte de salir en la tele y quedar para manifestarse en la Puerta del Sol no estaría de más cambiar las cosas de verdad.
Vamos, creo yo.

EL CEMENTERIO DE LOS LIBROS PERDIDOS

Ha vuelto el otoño a Madrid después del invierno y la primavera apenas asoma en las orejas de los gatos o en las abundantes raciones de rabo de toro que se sirven las tabernas de las inmediaciones de la Plaza de Las Ventas. Los madrileños añoran esa devastación seca del calor calcinante contra el que imprecarán dentro de muy poco, cuando el verano convierta la ciudad en una caldera hirviente. Olerá, entonces, a orines y humo de tubo de escape, que es el hedor estival de una urbe poco dada a la higiene como esta. Pero ahora la lluvia lo limpia todo y hasta hace un poco de frío con lo que los puestos de la Cuesta de Moyano están desanimados y tristones. Me acerco a la Cuesta de Moyano y siempre me conduce tal cosa a una melancolía extraña. Hoy más, viendo a los libreros hurgándose los dientes con palillos o hablando de fútbol ante la escasa afluencia de público. Ahí están los libros, viejos títulos que dan cuenta de lo que fue en otro tiempo el panorama literario de este país. O tempora o mores, que diría don Heladio Monforte, mi profesor de latín del bachillerato. Los autores aquí expuestos hace mucho que perdieron su lustre. La gloria se desvaneció y quedan sólo cagadas de mosca en las páginas ajadas de estos galardonados volúmenes. Martín Vigil, Vizcaíno Casas, Carmen Kurtz, Ángel María de Lera, Ángel Palomino, Fernando Díaz-Plaja. Superventas de otros tiempos cuya prosa resulta hoy avejentada y gris. También best-sellers internacionales de los que casi nadie se acuerda: las novelas de León Uris, Pearl S. Buck, Sven Hassel, El dios de la lluvia llora sobre Méjico de Lászó Passuth. Esto se leía a toneladas cuando yo era pequeño y en los estantes de cualquier casa alguno de estos libros hallaba su hueco. Y, sin embargo, sniff, aquí están, abandonados. Por un euro me llevo Filetes de lenguado de Gerald Durrell, editado por Bruguera en una colección juvenil en la que leí (hace tanto) a Chesterton, Chejov, H.G.Wells y muchos otros. Sniff again. Qué perecedera es, en el fondo, la literatura. Como todo. Y lo peor es que ni siquiera hay un glamour retro en estos montones de papel impreso que se ofrece a precio de saldo. Una chaqueta de cuero de los años 70 resulta cool. El Premio Planeta de 1975 (La gangrena de Mercedes Salisachs) atufa a alcanfor y sufre en su puesto de la Cuesta de Moyano las inclemencias del tiempo y los bostezos de los mirones ociosos. Ni siquiera está hoy (tal vez se ha muerto) la anciana librera que espantaba a los niños al grito de "¡no se toca!".
La Cuesta de Moyano es el cementerio de los libros perdidos y, por eso, me acongoja pasear por entre sus mesas y siempre pienso que no le vendría nada mal una reforma que pusiese al día la oferta, al estilo de la que se ha ejecutado en algunos mercados de la capital (San Miguel, San Antón). O sea, ironizará el agudo de turno, que vendan pulpo a la brasa y vino de Rueda en vez de libros. Pues a lo mejor. A mí es que me da mucha pena que Martín Vigil tenga ahí tirada toda su obra, con lo que fue ese señor (hasta que se murió y Luis Antonio de Villena decidió contar que, además de sacerdote, era homosexual y le gustaban especialmente los jovencitos).
No sé, no sé. Madrid se reinventa vorazmente y la Cuesta de Moyano (mientras) sigue congelada en ámbar, los libreros con los mismas batas azules que cargan con polvo de generaciones, la foto en color en sepia, el Jardín Botánico asomándose por encima de la madera.
Melancolía de un paseo por la Cuesta de Moyano. Hay quien prefiere que las cosas permanezcan inmutables durante siglos. Yo adoro el cambio y por eso me gusta Madrid, porque es una ciudad cambiante bajo la que, sin embargo, se mantiene una identidad indestructible.
Y si en la Cuesta de Moyano se ofreciesen apetitosas raciones de pulpo a la brasa regadas con vino de Rueda, mejor que mejor.