Ha vuelto el otoño a Madrid después del invierno y la primavera apenas asoma en las orejas de los gatos o en las abundantes raciones de rabo de toro que se sirven las tabernas de las inmediaciones de la Plaza de Las Ventas. Los madrileños añoran esa devastación seca del calor calcinante contra el que imprecarán dentro de muy poco, cuando el verano convierta la ciudad en una caldera hirviente. Olerá, entonces, a orines y humo de tubo de escape, que es el hedor estival de una urbe poco dada a la higiene como esta. Pero ahora la lluvia lo limpia todo y hasta hace un poco de frío con lo que los puestos de la Cuesta de Moyano están desanimados y tristones. Me acerco a la Cuesta de Moyano y siempre me conduce tal cosa a una melancolía extraña. Hoy más, viendo a los libreros hurgándose los dientes con palillos o hablando de fútbol ante la escasa afluencia de público. Ahí están los libros, viejos títulos que dan cuenta de lo que fue en otro tiempo el panorama literario de este país. O tempora o mores, que diría don Heladio Monforte, mi profesor de latín del bachillerato. Los autores aquí expuestos hace mucho que perdieron su lustre. La gloria se desvaneció y quedan sólo cagadas de mosca en las páginas ajadas de estos galardonados volúmenes. Martín Vigil, Vizcaíno Casas, Carmen Kurtz, Ángel María de Lera, Ángel Palomino, Fernando Díaz-Plaja. Superventas de otros tiempos cuya prosa resulta hoy avejentada y gris. También best-sellers internacionales de los que casi nadie se acuerda: las novelas de León Uris, Pearl S. Buck, Sven Hassel, El dios de la lluvia llora sobre Méjico de Lászó Passuth. Esto se leía a toneladas cuando yo era pequeño y en los estantes de cualquier casa alguno de estos libros hallaba su hueco. Y, sin embargo, sniff, aquí están, abandonados. Por un euro me llevo Filetes de lenguado de Gerald Durrell, editado por Bruguera en una colección juvenil en la que leí (hace tanto) a Chesterton, Chejov, H.G.Wells y muchos otros. Sniff again. Qué perecedera es, en el fondo, la literatura. Como todo. Y lo peor es que ni siquiera hay un glamour retro en estos montones de papel impreso que se ofrece a precio de saldo. Una chaqueta de cuero de los años 70 resulta cool. El Premio Planeta de 1975 (La gangrena de Mercedes Salisachs) atufa a alcanfor y sufre en su puesto de la Cuesta de Moyano las inclemencias del tiempo y los bostezos de los mirones ociosos. Ni siquiera está hoy (tal vez se ha muerto) la anciana librera que espantaba a los niños al grito de "¡no se toca!".
La Cuesta de Moyano es el cementerio de los libros perdidos y, por eso, me acongoja pasear por entre sus mesas y siempre pienso que no le vendría nada mal una reforma que pusiese al día la oferta, al estilo de la que se ha ejecutado en algunos mercados de la capital (San Miguel, San Antón). O sea, ironizará el agudo de turno, que vendan pulpo a la brasa y vino de Rueda en vez de libros. Pues a lo mejor. A mí es que me da mucha pena que Martín Vigil tenga ahí tirada toda su obra, con lo que fue ese señor (hasta que se murió y Luis Antonio de Villena decidió contar que, además de sacerdote, era homosexual y le gustaban especialmente los jovencitos).
No sé, no sé. Madrid se reinventa vorazmente y la Cuesta de Moyano (mientras) sigue congelada en ámbar, los libreros con los mismas batas azules que cargan con polvo de generaciones, la foto en color en sepia, el Jardín Botánico asomándose por encima de la madera.
Melancolía de un paseo por la Cuesta de Moyano. Hay quien prefiere que las cosas permanezcan inmutables durante siglos. Yo adoro el cambio y por eso me gusta Madrid, porque es una ciudad cambiante bajo la que, sin embargo, se mantiene una identidad indestructible.
Y si en la Cuesta de Moyano se ofreciesen apetitosas raciones de pulpo a la brasa regadas con vino de Rueda, mejor que mejor.
Algo tienen las librerías de viejo que me atraen y no puedo menos de entrar y echar un vistazo cada vez que el azar, ocio o simple aburrimiento me conduce hasta el umbral de una de ellas. Quién sabe, quizá no pierda la esperanza de encontrar un libro, con el Auryn en la portada.
ResponderEliminarUn saludo.
No me parece el problema el no reinventarse, la quietud inamovible dela Cuesta de Moyano; si no la estrechez de miras de los qué sólo ven en lo nuevo lo cool. Así he descubierto en Berlin árboles secos y huecos que contienen antiguos y nuevos libros, esperando únicamente al voraz lector que se los lleve para luego devolverlos, que les dé más volúmenes, que intercambie esas preciosas criaturas llamadas libros. No es el no cambiar, si no el no saber ampliar... o así lo veo yo.
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