El añorado Tierno Galván de nuestras infancias cambió Madrid convirtiendo los descampados de raíz africana y chatarra de posguerra en floridos parques con arbolitos donde los viejos de los años 80 jugaban a la petanca y los jóvenes se daban felizmente a la heroína. Y resulta que luego (algunos) hemos acabado echando de menos los descampados.
Me explico.
Por cortesía de Manzano, Gallardón y compañía Madrid se ha convertido en un paisaje distópico donde sólo se divisan franquicias textiles, hormigón, avenidas estalinistas en San Chinarro, Monte Carmelo y por ahí, 100 montaditos y zonas verdes donde cuatro plantas mustias se asfixian en medio de toneladas de granito.
O sea que, hablando claro, faltan lugares donde los niños puedan jugar al guá. Aunque los niños ya no jueguen al guá.
No estoy bromeando.
En ausencia de un debate urbano serio, Madrid se ha diseñado a martillazos contra su propia naturaleza.
El otro día estuve en Madrid Río.
Confieso que apenas había visitado de Madrid Río el entorno del Matadero y me había parecido muy bien (es la parte más conseguida).
Pero.
Qué horror.
Masificación aparte (signo de los tiempos), resulta deprimente el modo en que se ha reconvertido esa zona. El río no existe más que en forma de charca o similar. No hay orilla, no hay rastro de río. Todo granito, hormigón y piedra y árboles raquíticos.
Frente al estadio Vicente Calderón, donde una de las orillas no ha sido hollada, surge el milagro inesperado de la flora autóctona que crece en un cacho de tierra al borde del agua. La realidad se inmiscuye repentinamente en un proyecto donde (cómo no) el arquitecto de turno ha pretendido enmendar la plana a lo que había desde que los primeros monos se acercaron al Manzanares a lavarse el culo.
No he escuchado a nadie quejarse de Madrid Rio porque, supongo, mejor esto que la infame herida de polución que era la M-30 al descubierto pero, sinceramente, creo que se podía haber hecho otra cosa.
En la parte del Matadero, bien, porque por lo menos está el Matadero en sí, grandes extensiones en las que se puede jugar a la pelota.
Eso es lo que le falta a Madrid.
Sitios donde los niños puedan dejar sus mochilas del cole, inventar una portería imaginaria, y jugar a la pelota.
Y queremos tierra, coño.
Quiero que mis hijos y mis nietos y mayormente mis sobrinos se puedan ensuciar las rodillas de tierra, qué caramba.
O sea.
Hay que rescatar Madrid y apartarlo de las manos de los arquitectos.
Tampoco estaría mal, como al parecer se ha hecho en algunos lugares del mundo (¡incluso en EE.UU.!), crear barrios libres de franquicias (o calles siquiera) y que así no todo sean tiendas de ropa de cinco pisos una tras otra y starbucks en cada esquina.
Odio los putos starbucks.
Pero volviendo al paisaje madrileño.
No todo puede ser cafés bonitos para hipsters en el centro y grandes marisquerías en San Chinarro para que los jóvenes matrimonios que votan al PP tomen el vermú mientras sus hijos se columpian enfrente.
Hay que retomar un cierto debate urbano sobre cómo queremos que sea nuestra ciudad.
Sí, Madrid necesita empleo, colegios, guarderías y más bomberos.
Pero también hay que hablar de la fisonomía de la ciudad, de cómo enderezar nuestros barrios para que no sean pudrideros culturales y los chavales puedan hacer algo más que skate y peleas de perros. Hay que tratar de que iniciativas como El Campo de la Cebada, La Tabakalera o Patio Maravillas se conviertan en germen de una red de espacios que recorra la urbe a lo largo y ancho.
Y no hablo sólo de huertos urbanos, que ya os estoy viendo venir.
Queremos una ciudad con descampados.
Una ciudad donde mancharnos la rodillas.
Una ciudad que recupere un cierto tipo de paisaje en el que tenga cabida la verdadera libertad.
Queremos pan y tambien rosas, decían aquellas huelguistas de principios del siglo XX.
Pues eso, pan para Madrid y también una rosa que crezca en el descampado.
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